Argentina y Venezuela atraviesan circunstancias complejas en el ámbito bancario. En la Argentina un diferendo entre la presidenta Cristina Fernández y el ahora ex titular del Banco Central, quien se negó a acatar la disposición gubernamental de pagar parte de la deuda externa con fondos procedentes de las reservas de divisas, dinamizó el avispero. En Venezuela, el llamado bolívar fuerte, instaurado hace dos años para facilitar el sistema de pagos nacionales e impulsar la incorporación del país al Mercosur, debió ser devaluado, tras sostener una paridad cambiaria inviable para el largo plazo. Si se quiere, la burbuja financiera que llevó el precio del barril de crudo a más de u$s100 facilitó esa política monetaria, pero al desplomarse los precios su continuidad se vio decisivamente afectada. La época de las vacas gordas había concluido para ambos gobiernos. A raíz de la insubordinación de Martín Redrado, el Ejecutivo lo destituyó mediante un decreto de Necesidad y Urgencia. El titular del BCRA logró que una jueza lo reinstalara en el cargo, al tiempo que la oposición parlamentaria se relamía por el traspié presidencial. Como consecuencia de esta maniobra, la cotización de los títulos públicos –en particular los dolarizados– sufrieron reducciones en las pizarras de la Bolsa de Valores, poniendo en duda si la trabajosa política de renegociación de la deuda en default, encarada por el ministro de Economía, llegaría a buen puerto. El gobierno del comandante Chávez, por su parte, desdobló el tipo de cambio, lo que constituye una devaluación diferencial según el destino de la divisa. Si se considera que la paridad anterior era de 2,15 bolívares por dólar y que pasó a 2,6 bolívares (para los sectores alimentario, de salud, maquinaria, ciencia, tecnología, remesas familiares y manutención de venezolanos en el extranjero) queda claro que se trató de un incremento superior al 20%; en cambio, el otro dólar, que se utilizará para el consumo en general denominado petrolero, trepó hasta los 4,3 bolívares fuertes. Esto es, un aumento que supera el 100%, y que no puede no impactar en los consumos populares de un país que adquiere casi todo en el exterior. Claro que el desdoblamiento, acompañado de la crisis capitalista global, plantea en los hechos una tercera banda cambiaria: la flotación libre: el precio que surja del comercio marginal de divisas. Sólo se trata de saber cuán marginal es, o si por el contrario termina resultando capaz de arrastrar detrás de suyo las otras paridades cambiarias. Entonces, el éxito de la medida adoptada por Chávez depende de que la cotización en la tercera franja no se despegue demasiado del denominado dólar petrolero, o aun despegándose carezca de entidad propia. Si así no fuera, la viabilidad de todo el sistema sería puesta en cuestión. Y eso no puede no afectar la estabilidad de un gobierno cruzado por múltiples conflictos. La crisis en la Argentina, en cambio, aunque se haya presentado en sus inicios como un conflicto técnico entre el Banco Central y el Ejecutivo, adquirió rápidamente un trasfondo político, cuya naturaleza no debe confundirse. Es cierto, la oposición intentó boicotear la política diseñada por el gobierno en materia de pagos al exterior por servicios de deuda; pero precisamente por eso, porque los afectados no son los pequeños bonistas que no entraron en el canje anterior sino los fondos financieros que se quedaron con los títulos a precio vil y esperan materializar la diferencia ya, el tema se vuelve espeso y los damnificados pueden volverse poco amigables; y nadie ignora que patearles el negocio no suele ser un acto gratuito. De modo que la repentina sensatez opositora más que remitir a la “responsabilidad nacional” –y a la comprensión de las atribuciones del Ejecutivo en su relación con el Congreso– nos recuerda que pisar esos callos trae consecuencias políticas, sobre todo para quienes tengan que asumir responsabilidades ejecutivas en el 2012. Por tanto, la marcha atrás supone elementales reflejos políticos para sobrevivir en la jungla financiera internacional. No es menos cierto que el denominado “Consenso de Washington” priorizó la autonomía a los bancos centrales. Esa fórmula ha permitido, en efecto, debilitar el control oficial de la política monetaria y, por tanto, facilitar todas las políticas neoliberales en la materia; ahora bien, como no se trata de un acto que golpee los intereses del sistema financiero –pagar con reservas del Banco Central supone honrar la deuda–, y por tanto, la posibilidad de encontrar aliados que critiquen la medida K en el mundo global no parece tarea sencilla. Salvo que se pretenda investigar la estructura de la deuda (diferenciar deuda legítima de deuda ilegal) y actuar en consecuencia. Por cierto, no es ésa la intención del grueso de la oposición parlamentaria, y ni que hablar de los sectores empresariales aunados en los partidos. Las tribulaciones de Chávez, en cambio, deben inteligirse como parte de los empeños de su gobierno por proteger a la economía venezolana de una especulación monetaria capaz de socavar sus reservas. Si no pudiera preservarlas, si el ataque terminara siendo eficaz, habida cuenta de que el Banco de Inglaterra no pudo sostenerse, ese gobierno tendría que considerar la dolarización del sistema. En esa dirección apunta, por cierto, su debilitada oposición; oposición que espera avanzar a caballo de las dificultades que soporta el modelo chavista. Para muestra, Ecuador basta. La decisión de sustituir la moneda nacional –el sucre– por el dólar estadounidense, impuesta hace una década por el ex presidente Jamil Mahuad, aún no ha sido revertida, pese a que se ha traducido en concentración de la riqueza y caída de la competitividad, como señala el balance efectuado por el presidente Rafael Correa. De modo que conservar el timón de la política monetaria y conservar un relativo grado de autonomía política efectiva termina siendo casi una misma cosa.
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